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1 de mayo de 2014
Las facultades unilaterales en la contratación moderna
En esta ocasión, el Boletín Virtual tiene el gusto de compartir con sus lectores el discurso pronunciado por el Doctor Ernesto Rengifo en el lanzamiento de su último libro "Las facultades unilaterales en la contratación moderna", efectuado en el marco de la 27ª Feria del Libro, 2014.
En esta ocasión, el Boletín Virtual tiene el gusto de compartir con sus lectores el discurso pronunciado por el Doctor Ernesto Rengifo en el lanzamiento de su último libro “Las facultades unilaterales en la contratación moderna”, efectuado en el marco de la 27ª Feria del Libro, 2014:
PRESENTACIÓN DEL LIBRO
Ernesto Rengifo García
Director del Departamento de La Propiedad Intelectual
El libro “Las facultades unilaterales en la contratación moderna” surgió del observar cómo en el actual tráfico mercantil es frecuente la presencia de contratos, no solo de contenido impuesto, sino también cargados de facultades unilaterales que colocarían en entredicho la idea de la bilateralidad o del concurso de voluntades como motor de la formación y el desarrollo de los mismos. La doctrina parte de la base de que el contrato, como fuente de obligaciones, nace del concurso real de las voluntades de dos o más personas; de la regla en virtud de la cual “todo contrato legalmente celebrado es una ley para los contratantes, y no puede ser invalidado sino por su consentimiento mutuo o por causas legales” y de la definición según la cual “el contrato es un acuerdo de dos o mas partes para constituir, regular o extinguir entre ellas una relación jurídica patrimonial”.
La doctrina tradicional igualmente le pone particular énfasis al momento de la formación del contrato en la noble idea de que este sea en efecto resultado de una voluntad genuina, prístina o, en una palabra, no viciada. Sin embargo, también se observa que el juez está dotado de facultades para intervenir en el control del contrato, no solo en la instancia de su perfeccionamiento (requisitos de existencia o de validez del acto), sino también en la de su ejecución. Es más, existe una tendencia a preferir que el control se robustezca en esta última. La buena fe, el abuso del derecho, la misma noción de la causa surgen como criterios de control en la fase del desarrollo y ejecución del acto de disposición de intereses.
Si la preocupación inicial del derecho era el establecimiento de requisitos de existencia y de validez del contrato (elementos de trascendencia en su fase de celebración), el control hoy –nos parece- se ha desplazado a la fase del cumplimiento de las obligaciones o al de los deberes que surgen de la relación jurídica emanada del contrato. En otras palabras: la solución tradicional en aras de proteger el elemento central del acuerdo, esto es, la voluntad, o también, el consentimiento, estaba dirigida en esencia a incentivar la intervención judicial en el momento de la formación del contrato. La tendencia que se palpa hoy, es la de incentivar la intervención del juez no solo en el momento de la formación del acuerdo, sino además en su cumplimiento, en la ejecución del programa contractual.
Por ello en el capítulo primero sobre la fijación unilateral del precio se señala que la perspectiva moderna es no hacer de la determinación del precio una condición de formación del contrato cuya ausencia originaría la inexistencia o nulidad del vínculo, sino permitirla, así sea de manera unilateral, por cuanto el juez puede intervenir en el evento en que en la fijación haya habido abuso o algún comportamiento alejado de la buena fe. De esta manera el control se desliza así de la formación del contrato al de su ejecución.
En el capítulo segundo, se sostiene que la imposibilidad de la modificación unilateral de los contratos no es tan absoluta en la medida en que existen tipos contractuales, en ciertos sectores de la economía, que permiten modificaciones unilaterales, y que antes que proscribirse, se permiten con particulares resguardos, o mejor, valen en tanto y en cuanto el contrato se mantenga como un reglamento razonable de intereses privados.
En la contratación financiera, se admiten modificaciones unilaterales, así como en los contratos de larga duración, y valen si el contrato se conserva como un reglamento sensato de intereses. Es aquí en donde lo “relacional” adquiere mayor dimensión en el análisis de validar modificaciones contractuales unilaterales. De todos modos, la cuestión sigue abierta a la discusión por cuanto la bilateralidad sigue constituyendo para muchos el presupuesto de cualquier modificación del acuerdo. Pero lo que se quiere destacar es que en ciertos contratos la unilateralidad de la modificación es permitida, cosa que para un jurista de arraigo tradicional sería inconcebible.
En materia de contratación financiera, cualquier modificación debía ser acordada por las partes. Hoy, en cambio, a raíz de una ley reciente (ley 1328 de 2009, artículo 10), la modificación puede ser unilateral. La nueva ley exige un procedimiento de notificación, el cual surtido le da eficacia a aquella. Por ello se habla de un cambio de paradigma por cuanto la nueva ley no condiciona la eficacia de la modificación unilateral al consentimiento del consumidor financiero. Si el usuario no está de acuerdo con la alteración, puede perfectamente terminar el vínculo; o mejor, la modificación unilateral constituye una justa causa para disolver el acuerdo si el cliente no la comparte.
¿Implicará esto un excesivo privilegio para las entidades financieras?, es la pregunta que surge ante lo que me he permitido llamar “cambio de paradigma”. Para que se observe que el punto no es de fácil tratamiento, quiero mencionarles la sentencia del 24 de abril de 2013 de la Corte Suprema de Chile en el caso de SERNAC contra CENCOSUD Administradora de Tarjetas S.A., en la que se sostuvo que el silencio no puede constituir aceptación en los actos de consumo.
Allí, la cláusula materia de la controversia disponía: “Cualquier cambio de las condiciones de uso y privilegios de la tarjeta deberá ser informado por escrito al usuario entendiéndose que este las acepta si mantiene o utiliza la tarjeta después de 30 días de expedida la comunicación respectiva. Si el usuario decidiere no aceptar las variaciones podrá poner término de inmediato al contrato mediante el aviso a la empresa y haciéndole entrega material de las tarjetas que hubiere recibido”. Es decir que la cláusula del reglamento de la tarjeta permitía la modificación unilateral del contrato, y que por estimarse abusiva fue cuestionada. CENCOSUD sostenía, inter alia, que la cláusula se encontraba ajustada a la buena fe porque previamente había sido revisada por el órgano administrativo respectivo.
Dijo la Corte Chilena: “Para esta Corte constituye una alteración unilateral a los contratos, cualquier notificación que se haga a los clientes, si como consecuencia de ella se procede a modificar los términos del mismo, dejándoles la opción de aceptar la modificación o de poner término al contrato, desconociendo así el derecho que les asiste a mantener la convención en los términos inicialmente pactados, sin la modificación propuesta. Una cláusula que autoriza este procedimiento, supone darle legitimación a la empresa para modificar la convención unilateralmente, desde el momento que niega al consumidor su derecho a mantener la operación del contrato, tal cual se había inicialmente pactado. No puede ser suficiente para justificar la cláusula en análisis, el hecho que Cencosud no le impuso al cliente la modificación, pues, basta para vulnerar el artículo 16 letra a) que el cliente no pueda continuar con el contrato en los términos inicialmente pactados. Existe, por este solo hecho, una contravención al artículo 16 letra a), y la cláusula debe considerarse abusiva”.
La Corte Suprema de Chile consideró, pues, que la cláusula violaba la ley de protección de los derechos de los consumidores ya que en esta se dispone que el silencio no puede constituir aceptación en los actos de consumo. Esta jurisprudencia abrió un gran debate jurídico y político en el país austral.
En Colombia queda abierto el debate por la existencia de dos regímenes con soluciones diferentes. En efecto, el régimen de protección al consumidor financiero (ley 1328 de 2009), admite en últimas que el silencio, mediando la previa notificación de la modificación al consumidor, equivalga a aceptación; en cambio, en el Estatuto del Consumidor (ley 1480 de 2011), norma posterior, se indica en el artículo 38 que “en los contratos de adhesión, no se podrán incluir cláusulas que permitan al productor y/o proveedor modificar unilateralmente el contrato o sustraerse de sus obligaciones” y en el artículo 42, norma general prohibitiva de las cláusulas leoninas, señala que “los productores y proveedores no podrán incluir cláusulas abusivas en los contratos celebrados con los consumidores. En caso de ser incluidas serán ineficaces de pleno derecho”.
En el capítulo tercero sobre la terminación o resolución unilateral del vínculo –impensable para muchos en razón de la bilateralidad que debe impregnar todo el vínculo desde su existencia hasta su terminación-, se expone que es cada día más usual ver cláusulas estipuladas a propósito, que explicitan la facultad unilateral de anonadar los acuerdos. Estas soluciones privadas buscan en esencia pretermitir el análisis previo del juez y dejar que su presencia se active sólo cuando el afectado considere que la terminación ha resultado injusta, irrazonable, desleal. Mejor dicho: estas soluciones avalan el control ex post por parte del juez del contrato.
La idea central de este capítulo es analizar si alguna de las partes puede privada, unilateral y extrajudicialmente disolver el vínculo, sin intervención del Estado. Algunos sostendrán que ello significaría justicia por mano propia o desconocimiento de la fuerza normativa u obligatoria del contrato (pacta sunt servanda). Otros, en cambio, podrían mirar estas figuras de cesación sin presencia del juez como formas de auto composición de intereses privados o como expresión genuina de la autonomía privada. La discusión, pues, despunta interesante por el ambiente que se vive de desjudicialización de conflictos, deregulatión[1] y por la influencia del análisis económico en el derecho que ve cómo el acreedor perjudicado por el incumplimiento puede más rápidamente reasignar sus recursos en lugar de ver sometido su conflicto a un incierto y engorroso trámite judicial.
Ahora bien, la configuración de la cláusula resolutoria privada no puede ser expresión del ejercicio abusivo del poder contractual. Ella vale en tanto y en cuanto haya sido discutida o por lo menos resulte razonable (leal) frente a los intereses en juego, envueltos en la relación jurídica derivada del contrato o por la particular condición de los contratantes. Aquí el análisis de lo “relacional” vuelve a despuntar trascendental.
El contrato en su versión moderna no consiste en la exacerbación desenfrenada de la satisfacción de los intereses propios e independientes de cada una de las partes en el contrato. Esta visión egoísta e insolidaria desconocía toda consideración de lo “relacional”, pasaba por alto una noción fundamental según la cual, el contrato es una relación entre las partes. Cada una de ellas puede defender sus propios intereses, “pero estos sólo existen en función y en relación con los intereses de la otra parte. El contrato es un conjunto de derechos que convergen hacia un fin común (La ‘pequeña sociedad’ de la que hablaba DEMOGUE). A esto es a lo que corresponde la idea actual de colaboración entre las partes”[2].
En el capítulo final se presenta el abuso como un medio o instrumento de control al contenido contractual y particularmente como un límite a las facultades unilaterales (fijación del precio, modificación no bilateral, terminación unilateral), pero al mismo tiempo como una nueva fuente de obligaciones. Sobre esto último señalo –y lo hago ex profeso para estimular el debate- que el abuso como fuente autónoma le daría una dimensión social al tema de las fuentes, cuya estructura tradicional ha sido marcadamente individualista, y permitiría recoger muchas hipótesis que el derecho tradicional, formal y reglado, no reconoce.
Me explico: el abuso del derecho a la luz de una concepción individualista era un mero apéndice de la responsabilidad civil y específicamente de la extra-contractual, razón por la cual no había la necesidad de estructurarlo como fuente independiente de obligaciones (la responsabilidad civil tradicional busca en esencia indemnizar la violación de derechos subjetivos individuales); puesto el abuso en su dimensión social y, si se quiere, supra-individual, en la medida en que conceptualmente la figura se presenta como una violación de un deber jurídico que impide lesionar un interés ajeno, ya sea individual o social, no protegido por una expresa norma del ordenamiento jurídico, merece ser tratado como fuente independiente de obligaciones por cuanto detenta un perfil jurídico propio que desborda los linderos de la tradicional responsabilidad civil.
En la medida en que los derechos ya no son absolutos por considerarse que ellos están inmersos en la realidad social, se les ha ajustado su alcance y en consecuencia, con mayor frecuencia, se pueden observar casos de ejercicio anormal, disfuncional o excesivo. En otras palabras: la responsabilidad por el abuso se desprende, en últimas, del cambio de perspectiva en cuanto a la justificación del derecho y del cambio en sus criterios de interpretación: el derecho más que un sistema lógico, es un conjunto de reglas inmersas en la realidad social y su hermenéutica en muchas oportunidades se vale de los valores o principios imperantes en la sociedad donde ha de aplicarse. Se recuerda que la responsabilidad por el abuso del derecho surge cuando se infringe un deber genérico no contenido en una norma positiva.
En fin, la inclusión del abuso del derecho como fuente autónoma de obligaciones implica, a mi modo de ver, la ampliación del abanico, un redimensionamiento del tema con el noble propósito de darle un trato o dimensión social a las fuentes de las obligaciones. En el abuso del derecho existe un ejercicio disfuncional de un interés jurídicamente protegido y sobre la valoración judicial de ese ejercicio entran, sin duda, consideraciones no solamente de estricto derecho formal, sino también éticas y sociales.
Además, el reconocimiento del abuso del derecho como fuente autónoma significa encontrarle solución directa y concreta a abundante derecho social que a la luz de posturas individualistas no eran de recibo. En el cielo de los conceptos, con los cuales trabaja el jurista tradicional, no caben muchas situaciones mundanas y terrenales que también merecen tratamiento y solución. De un derecho formal, “normal”, reglado y, por lo tanto, insuficiente, se pasa al reconocimiento de un derecho informal que encontraría en la aplicación de la teoría del abuso del derecho la manera de resolver los muchos conflictos que en él se presentan.
Esto es en esencia el contenido del libro. Los temas por supuesto son polémicos per se, y creo –eso espero- que despertará más de un comentario crítico y muchos desacuerdos. Pero bienvenida la crítica. Mil gracias a mis alumnos porque de sus interrogantes me han surgido estas ideas que hoy socializo con la ayuda de la Editorial LEGIS. A todos ustedes mil gracias por su compañía en este acto, así como a mi señora, a Alejandro y a Mateo y un reconocimiento especial a mi profesora, Emilssen González de Cancino, por la calidez y el primor de su prólogo.
Bogotá, 30 de abril de 2014.
[1] “Pero deregulation no significa menos derecho: quiere decir menos derecho ‘estatal’, en beneficio de una muy amplia potestad normativa de los particulares y, en consecuencia, reducción (si no deterioro) del recurso a la ley”: STEFANO RODOTÁ. ¿Cuál derecho para el nuevo mundo?, Trad: Emilssen González de Cancino, Revista de derecho privado, No 9, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2005, p. 8.
[2] CAMILLE JAUFFRET-SPINOSI, La influencia del derecho comunitario y europeo sobre el derecho de contratos, en El contrato: problemas actuales, evolución, cambios, Bogotá, Universidad Externado de Colombia, 2007, p. 45.